lunes, 3 de noviembre de 2014

La felicidad paradójica: la recomposición de la moral.


El Capitalismo dislocativo que sufrimos actualmente no permite a las personas el poder desarrollar proyectos de vida con seguridad y estabilidad, ya que nos vemos arrollados por la velocidad con la que ocurren los acontecimientos. La demanda de plena flexibilidad y el alto ritmo de exigencia que muchas veces se nos solicita imperativamente, sobrepasan  nuestra comprensión cognitiva de estos factores de cambio estructurales: y parece que nos amoralizan, corrompen e individualizan. Nos aíslan en nuestra búsqueda del éxito personal que la sociedad nos exige. Para acabar finalmente por dislocar nuestras construcciones sociales, nuestra subjetividad y creencias o nuestros deseos personales de progreso futuro. ¿Hasta dónde llega esta dislocación? ¿Hay posibilidades de abordarla y convivir con ella?.

Para el sociólogo Gilles Lipovetsky vivimos en una felicidad paradójica: la sociedad del entretenimiento y el bienestar convive con la intensificación de la dificultad de vivir y del malestar subjetivo. El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de un clima progresista hemos pasado a una atmósfera de ansiedad. Es incontestable que la búsqueda del placer individual y del éxito personal, así como el rechazo de un compromiso colectivo de índole restrictivo, caracterizan a la época posmoderna.

Pero hemos de ser conscientes también que vivimos en sociedades de geometría variable, donde las explicaciones unidimensionales no suelen aprehender toda la complejidad de las mismas; llevándonos a hacer diagnósticos apresurados, sesgados o simplemente ideológicamente interesados. Vivimos en sociedades donde se da la cohabitación de contrarios a modo de las paradojas de la democracia que exponía Tocqueville: donde la afirmación y su contrario pueden coexistir en un mismo hábitat social.

De este modo, para Lipovetsky el incremento de la autonomía individual no ha tenido como correlato la decadencia de lo colectivo, ni la promoción del narcisismo una pérdida de los puntos de referencia tradicionales. La moral no ha abandonado en modo alguno nuestras sociedades, se ha recompuesto de otro modo. Tras los números casos de corrupción política, el desafío de nuestras sociedades modernas no estriba en rehabilitar la moral, sino en favorecer en su seno un individualismo responsable y obrar de tal manera que la irresponsabilidad individual retroceda.

Desde Rousseau, nada hay más común que la temática centrada en la decadencia moral y la cultura. Desde que nuestras sociedades entraron en la época del consumo de masas, son los valores individualistas del placer y de la felicidad, de la plenitud íntima, los que predominan; y ya no la entrega propia de la persona, la virtud austera, la renuncia a uno mismo.

En la actualidad, las acciones éticas suelen combinarse con la diversión, el interés económico, la libertad individual. La moral que domina nuestras sociedades es una moral interpersonal y emocional, indolora y no imperativa, una moral adaptada a los nuevos valores de autonomía individualista. Ya no es apropiado interpretar nuestra sociedad como una maquina de disciplina, de control y de condicionamiento generalizado, mientras la vida privada es más libre, más abierta, más estructurada para las opciones y juicios individuales.

Para Livovetsky, no es cierto que el mundo neoindividualista sea equivalente al cinismo generalizado, a la irresponsabilidad, al declive de los valores y la corrupción política. La eclosión individualista de los valores y el relativismo posmoderno tienen sus límites. En realidad, vemos cómo se recompone un fuerte consenso social en torno a los valores básicos de nuestras democracias: los derechos del hombre, el respeto de las libertades civiles y la individualidad, la tolerancia, la honestidad, el pluralismo. La cultura individualista liberal es mucho menos relativista y desorientada de lo que se suele afirmar.

El mundo de la libertad individualista, nos dice Lipovetsky, no conduce al desorden sin freno de las costumbres. En este sentido, la cultura posmoralista funciona como un "desorden organizador": el liberalismo cultural genera más costumbres sensatas que costumbres disolutas. La interrogación ética aparece como una necesidad de establecer límites y de proteger al hombre frente a los peligros del turbocapitalismo, la tecnociencia y de la autonomía individualista depredatoria desenfrenada.

No todo se reduce al doping o animación de la existencia vía consumir: hoy, mucha gente afortunadamente realiza también todavía inversiones en la vida familiar, la relacional desinteresada, la esfera del voluntariado social y la acción política, el trabajo y la cultura como formas de autorrealización. Con el retroceso moderno de las tradiciones, corresponde a cada cual determinarse, inventar su propia moral como diría Sartre.

Si analizamos justamente con perspectiva nuestra sociedad, no estamos ante un nihilismo moral sino paradójicamente ante un ética de geometría variable: de varias variables que pueden ser contrarias, que combate la dislocación, que debe ser inflexible y categórica para muchas cuestiones esenciales (como la corrupción) pero dúctil en la diversidad social que habitamos. Queda mucho por hacer pero solo se hace camino al andar. Hay motivos para la esperanza: la dislocación aún no nos ha sacado del camino.


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